
Se acabó el verano. Adiós a las playas, las vacaciones al aire libre y a los días eternos sin nada que hacer. Bienvenida realidad. Vuelta al trabajo, a la escuela, instituto o universidad. Vuelta al smog, a la contaminación, al terno y a los tacos.
Debo reconocer que para mi no es tan así. Vivo en Viña del Mar, ciudad que colapsa en el mes de febrero. Las calles están llenas, hay muchos tacos, las playas repletas de gente, el calor asqueroso y cámaras por todos lados.
Viña se llena principalmente de santiaguinos, quienes agobiados por el stress de sus respectivos trabajos ven a la "ciudad jardín" como una buena propuesta para relajarse. Pero mi ciudad en el caótico mes de febrero no tiene nada que ver con lo que sucede en el resto del año.
Si yo tuviera que aconsejar a algún turista sobre la época apta para vivir en Viña del Mar, le diría sin dudar que viniera entre Septiembre y Noviembre. Quizás no se podrá sumergir en las gélidas aguas, pero respirará una calma difícil de hallar en el verano.
Viña del Mar es una ciudad que se disfruta sin tanto ajetreo. Cuando las luces se apagan Viña realmente se ilumina y muestra su verdadera cara. Una ciudad amable que vive día tras día lejos de las vanidades y el falso glamour que trae consigo el Festival de la canción. Es en esta ciudad en la cual conviven dos realidades extremas. Las poblaciones acomodadas ubicadas en la zona costera y los cerros populares.
Mientras todos se aprontan para volver al martirio que significa el trabajo y los estudios. En Viña del Mar agradecemos que ya se va febrero, para que se lleve consigo toda la agitación veraniega, y que aparezca marzo, con su habitual tranquilidad y pasividad.
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